viernes, 9 de octubre de 2015

La Hoja Dentro de su Cuerpo

Siento el rasgado de la tela al contacto con mi recién afilado cuchillo. Luego, el crujir de la piel de la espalda. Tiemblo al constatar que mis fantasías finalmente se concretan. 

El rojo comienza a teñir escandalosamente la inmaculada filipina blanca del Chef Ejecutivo. No grita, apenas lanza un suspiro de incredulidad. No quiero ver su cara, sólo quiero trinchar su carne oxigenada, viva, palpitante. Una ola de euforia me estremece, quiero cantar mientras siento como su vida se escapa por la herida. Soy una vengadora de cocineros maltratados, de ilusos que pusieron sus esperanzas en él, de clientes estafados... Soy yo, su Chef Pastelera, la favorita de su brigada, quien le está dando su merecido.

El instante en el cual toda la hoja del cuchillo habita dentro del su cuerpo es para mí como un paroxismo orgásmico. No lucha, no se queja, sabe que soy yo quien le arrebata la vida, y sabe que es justo que lo haga. Asume su destino de asesinado con más decoro y silencio que sus desórdenes amorosos o sus desfalcos millonarios.

Yo, mientras yace en el suelo de la cocina, pruebo unas fresas, maduras y perfumadas, acabadas de llegar y me pregunto si durante el servicio abrirán la cava grande en la cual pretendo, desmembrado, congelar su cuerpo enorme hasta que decida en qué estofado y con cuales hierbas, cocinarlo para el almuerzo.

Rabo e´ Paja

Cuando el póker se hizo soso, predecible, cómodo, ambos idearon un juego personal, con enrevesadas reglas, con excepciones caprichosas, con formas de ganar casi inalcanzables. Apostaban lo de siempre, dinero, bienes que iban desde antiguos pianos hasta laptops, compromisos de pagos a futuro, y un día, un día delirante, apostaron un rato de intimidad con la mujer del otro.

Martín disfrutaba al torturar a Alonso, le hacía trampa sólo para verlo sufrir, lo hacía apostar cifras que sabía que no podía pagar, inventaba reglas absurdas en la mitad de un juego sólo para hacerlo padecer. Alonso, siempre poseído por la euforia deslumbrante que sentía al apostar, era capaz de hacer cualquier cosa por mantenerse en el ritmo frenético de juego que Martín le proponía.

No los unía un vínculo amistoso, mucho menos solidario, ninguno de los dos sentía aprecio por el otro, más bien estaban hermanados por un profundo y antiguo nexo de necesidad. Uno rogaba ser subyugado, atormentado, insuflado por el ardor ponzoñoso de la emoción de apostar, el otro necesitaba violentamente tiranizar a alguien, atormentarlo, adueñarse de su voluntad hasta convertirlo en un despojo.

Hacían amagos de juego para “calentar”. Apostaban entonces villas hipotéticas, yates alucinados, tesoros quiméricos, hasta que uno u otro, decía “rabo e` paja” y el rumbo era irreversible. Los riesgos tomaban un sentido concreto, se acababa la ficción y comenzaba esa ración de la vida real en la cual cada uno era auténticamente quien era.

Ese día, luego de pasar arduas horas perdiendo lo que no tenía, Alonso dijo “rabo e` paja” cuando la apuesta de una isla en el océano Índico no le generó ninguna emoción. Para Martín era las palabras mágicas para derrochar crueldad, era su momento predilecto, el instante del no retorno,  el punto en el cual Alonso comenzaba a desmoronarse.

Lo apostó todo. Cuando no le quedaba ni un sólo céntimo de la vida real, intentó el truco de la seducción imaginaria, quiso jugarse un hueso fósil de dinosaurio, pero Martín no aceptó; “rabo e`paja” se respeta.

-          Puedes arriesgar tu apartamento, siempre y cuando te lleves al perro que tienes cuando te vayas- susurró Martín con una sonrisa a medio camino entre la burla y la lástima.
-          Voy a apostar mi apartamento y si ganas, te quedas también con el perro-
N  No sólo perdió el apartamento, sino que sacó de su lista de intocables
s   su carro, su casa de la playa e incluso las joyas, apreciadísimas por  su mujer, heredadas durante generaciones.
-          Ya lo tienes todo… No me queda nada más-  
-          Te queda la vida, ingrato-
-          Entonces “rabo e` paja”-
Martín sintió un temblor incontrolable, una aceleración en la respiración, un éxtasis de las vísceras al imaginar que Alonso fuera capaz de apostar su vida.
-         No me gusta la sangre, nos vamos al monte, te tomas unas pastillas y yo me cercioro de que pagues tu deuda-
-         Yo apuesto mi vida… ¿qué apuestas tú?-
-          Si ganas te devuelvo todo. Hasta al perro-

Empezaron a jugar. Alonso descubrió que la serenidad lo acompañaba cuando ya no tenía nada, Martín transpiraba en el deleite del juego más emocionante de su vida.  Durante dos horas jugaron, uno dirigido por las imágenes de desapego de sus hijos y de su mujer, el otro fascinado por la visión de un cuerpo muerto por una deuda.

La calma guió a Alonso por los equívocos caminos del azar hasta que, sin darse cuenta, ganó. No sintió emoción, ni alivio, sólo la extrañeza de haber ganado sin esfuerzo, sin la agonía que siempre acompañaba a sus jugadas

-          Te salvaste. Para la próxima trae unas pastillas porque las vas a necesitar, estoy seguro de que vas a perder-
-          No habrá próxima-
-          No te engañes, más rápido de lo que crees vas a regresar-
-          No, nada me hará volver-
-          ¿Nada? ¿Ni siquiera el hecho de que yo también pueda apostar mi vida?-
A   Alonso, fascinado por la visión de un cuerpo muerto por una    deuda, dijo
    Entonces, “rabo e` paja”- 

Sístole

Cuando mamá me fue a parir, a su lado estaba un señor muriendo de un infarto. En el ambulatorio rural donde vi la luz, todos tenían el mismo derecho a nacer o entregar el alma bajo el techo de zinc, atendidos por el médico, sudoroso y perfumado, que cuidaba a los enfermos con una sonrisa muy próxima a la piedad. 

Mientras yo nacía, el hombre moría, y eso significó que yo nunca le tuviera miedo a la muerte. Mi madre, una santa, quien creía que yo iba a ser una niña, me iba a llamar Kalónice, pero al verme, y al haber escuchado todo el esfuerzo del doctor al tratar de salvarle la vida a aquel hombre, sólo se le quedó grabada una palabra: Sístole. Así me llamó... Creo que le gustaban las esdrújulas.

De niño, mamá me alertaba sobre la peligrosidad de la parchita: no sólo era venenosa, sino que antes de matar, enloquecía. Yo me perdía por el monte e iba rumbo a donde se encontraba una mata de esa fruta estupenda, la acidez hecha perfume, y abría los frutos, amarillos y carnosos, para beberme su néctar y retar a la suerte. Al regresar, mamá me reprendía -¡Sístole! ¿Dónde estabas? ¡Seguro que te fuiste a comer parchitas! ¡Te vas a volver loco!-. Nunca he podido descubrir por qué los maracuchos le tienen tanto miedo a una fruta siendo capaces de comer tumbarranchos.

De adulto fui trapecista, y aunque el vértigo me taladraba el estómago, me sentía bien haciendo algo que a todos aterrorizaba y que para mí era un juego. Luego fui salvavidas, camionero, soldador y furrero. Nunca me sentí en peligro, hasta que la conocí.

La morena de oro de la gaita, la voz ronquita de los Puertos de Altagracia, las curvas más peligrosas de la costa oriental del lago; así era ella, un huracán, un terremoto, un eclipse de luna, y me miraba a mí. -Sistolito, vení- me decía –Decime si estoy afinada- y empezaba a cantar frente a mí como si tuviera permiso de desbaratarme la existencia.

Cuando me di cuenta, la tenía en mi cama, culebreándome el cuello, envenenándome los pensamientos con sus gaitas al oído, y contándome como ella y su familia se mantuvieron con la fábrica de huevos chimbos que dirigió su abuela con mano de hierro hasta minutos antes de irse a la tumba.

Su aroma era cerril, sus orgasmos rebeldes, su alma irascible y tenía los ojos profundos y clarividentes de las mujeres malvadas. Me hizo inmensamente feliz y me destrozó el corazón cuando me dijo –Sistolito, ve, yo soy un espíritu libre y vos sois muy serio, no podemos seguir juntos. Vos agarráis tu camino y yo el mío, así los dos vamos a ser felices- mientras pestañeaba y se pintaba la boca donde me perdí para siempre y me convertí en el estrangulador de mujeres que usted, señor cura, tiene hoy frente a usted. 

Aroma Perenne

Caminaba de una esquina a la otra, descalza con sus pies hinchados y el cabello recogido; un aroma a caldo de gallina perfumado con hierbas le hacía agua la boca, pero calmaba su hambre con agua fría, pues desde hacía tres horas estaba en trabajo de parto.

Escuchaba el ruido de la cocina contigua; sabía que la sopa estaba ya lista y trataba de distraerse con estos pensamientos cada vez que la punzada de la contracción la hacía palidecer.

Estaba sola, como sola había estado desde el momento que se supo embarazada; aquel amor que la llenó de luces y trinos de pájaros se fue dejándole los recuerdos y un corazón latiéndole en la barriga, pero estaba feliz, había descubierto muchas cosas nuevas durante su embarazo; había aprendido a respirar tan profundamente como para relajar su cuerpo hasta llegar a sentirse casi dormida pero alerta, había aprendido a comer frutas (que antes odiaba), había aprendido a diferenciar sutilezas en los ácidos de las naranjas, escalas de dulzor en las uvas, texturas indescriptibles en cada aguacate; se había reconciliado con la comida después de haber sido su víctima durante años de bulimia feroz. Por una ironía del destino, su embarazo eliminó aquella necesidad maligna de devolver por la vía inversa cuanto alimento tocaba su lengua, para regalarle la paz de una comida bien saboreada y bien asimilada, un amor instantáneo por su cuerpo curvilíneo y el huésped que habitaba en él. Estaba sana y a punto de dar a luz.

Un color azul índigo le nubló los ojos anunciándole la próxima contracción que le hizo brotar lágrimas; el médico le había dicho que el parto apenas comenzaba, que por ser primeriza pariría tal vez en la noche y aún no era mediodía; se sentó en un sillón y soportó aquél baño de agujas que le caían en el vientre, cuando volvió a ver con claridad, la contracción le había dejado un sabor salado en la boca, ya no tenía agua en su cuarto y decidió ir a la cocina a buscarla y a torturarse con el aroma suculento del aquél caldo de gallina que no podía comer.

Al entrar en la cocina quedó deslumbrada, era un lugar amplio, fresco, perfumado por las hojas de cilantro recién cortadas y de las cebollas que se freían en una sartén. La cocinera era una mujer mayor, de cabello pulcramente recogido con un largo vestido de flores y un delantal amarillo.

Era un sitio iluminado como un hogar y no como lo que era: la cocina de un precario hospital instalado en una casona de una antigua hacienda de caña de azúcar.

La cocinera la miró y quedó asombrada por el tamaño de la barriga, redonda y tensa, le preguntó por qué estaba ahí y respondió - Tengo sed - La cocinera le acercó un vaso de agua helada que tomó poco a poco mientras descansaba su pesado cuerpo en una silla cerca de la mesa donde estaban los ajíes dulces, el perejil, la hierbabuena, los ajos, todos cortados, listos para ser regados sobre la sopa humeante.

Un bienestar fresco le abrazó el cuerpo, se sintió cómoda con la compañía de la cocinera, pues desde temprano la había escuchado cantar, mientras cocinaba, los boleros apasionados del trío Los Panchos, y a propósito tarareó uno que rescató de lo profundo de su memoria, a lo que la cocinera respondió de inmediato con una profunda voz de contralto del campo.

Cantaron suavemente, una para distraer los dolores, la otra por el simple gusto de cantar mientras cocinaba. Se repitieron las contracciones cada vez más intensas; la cocinera pasaba pedacitos de hielo por los labios y la frente de ella que resistía sin emitir un quejido y que al recuperarse retomaba la canción que habían dejado a medias justo en el tono donde la había dejado.  Cantaron sobre mujeres malvadas, sobre hombres tristes, corazones rotos y amores imposibles, siempre afinadas.

En un momento, una contracción anuló los sonidos, la aisló del mundo y la puso frente a sí misma cuando tenía 12 años, rebelde, asustada, aborreciendo la comida; se vio con el cabello largo tejido en dos trenzas, pálida pero sonreída. Estuvo mirándose un buen rato, embelesada por la delgadez que lucía en aquél tiempo y por la valentía que se translucía en su mirada de cobre.

Cuando volvió al mundo estaba sobre la mesa, no podía retener en su garganta los gritos que salían en una cascada por el dolor sordo que le partía el cuerpo en dos. - Niña, puja, que aquí viene tu hijo - escuchó en perfecto contralto; miraba hacia el techo mientras su cadera se abría, independientemente de ella y el aroma del cilantro le colmaba los pulmones. El alma se le escapaba por los poros, perdió la noción del tiempo, sintió que había vivido toda una vida en aquél dolor insoportable que le prometía el amor.

Las manos de la cocinera, perfumadas por el ají dulce y el culantro de monte, acariciaban su frente sudorosa y le daban una enorme sensación de seguridad… Y escuchó el llanto, aquél llanto casi inaudible, como el de un gatito, y en ese instante, supo que estaba hecha de la madera materna con la que se esculpieron las madres más felices de la historia.

Su hijo había nacido sobre la mesa de la cocina. La única enfermera del hospital, llegó sudada y con la respiración agitada, casi reclamando el adelanto del parto y la idea enloquecida de parir en el depósito del hospital, un lugar abandonado y sucio, que por alguna razón, jamás lograban clausurar, donde algunos aseguran haber visto a una mujer espectral que cocinaba cantando, y donde de día y de noche se siente el aroma de un caldo de gallina perfumado con hierbas.

El Gringo



El gringo, sancochándose del calor a orillas del Coquivacoa, engullía, parsimoniosa e inalterablemente, kilos y kilos de huevas de iguana, con las venas del cuello marcándosele, los chorros de sudor corriéndole por la frente y bendiciendo su suerte.

El gringo había llegado a La Concepción huyendo de los horrores de la guerra del Pacífico y de un matrimonio mal avenido que degeneró en divorcio y que sólo le dejó un sabor amargo en la boca que él exorcizó con dulce de icaco y huevos chimbos. Sin saber hablar español, se entendía con los Wayú, silentes y laboriosos, que trabajaban en las contratistas de las petroleras en un intrincado lenguaje de señas que terminó por convertirse en el idioma corporativo de la zona. Era un gringo enorme, rosado y feliz, que descubrió que el único lugar más lindo que su California natal, eran las tierras ardientes del Zulia.

Jugaba béisbol en la hora abrasadora de las 3 de la tarde, se disfrazaba en navidad de San Nicolás, cantaba los coros de las gaitas, inauguraba supermercados, bautizaba niñitos, cazaba iguanas para darse banquete con sus huevas y amarraba las hallacas de las casas vecinas.

Muchos niñitos de de ascendencia wayú se llamaron como el gringo, y las mujeres se lamentaban de que la versión femenina de ese nombre sonara tan feo que ni un maracucho se atreviera a llamar a una inocente niña de esa manera. Muchos años después de su muerte, un concurso de comedores de huevas de iguana y una beca para niños talentosos en el Béisbol, llevan su nombre.

El día que lo vio por primera vez, venía de la mano de su hija. Ella terminaba de freir las últimas empanadas del día y la niña jugaba en la plaza de enfrente cuando el gringo, hambriento como era su estado natural, le preguntó a la niña donde podía comer en su dialecto de señas corporativo. La niña tomó la mano monumental del gringo y se lo llevó a su madre y en un acto premonitorio le dijo “Mami, mi papi tiene hambre”. Ella, que era viuda y que sabía que su hija tenía la lengua llena de presagios, miró al gringo y lo primero que le inspiró fue piedad “pobrecito, parece una langosta de tanto sol”, pensó. Agradeció que el gringo no entendiera a la niña y le sirvió las empanadas hirvientes que le quedaban y un vaso de horchata.

El gringo se volvió loco. Abandonó sus puntuales visitas al burdel del pueblo y las mariposas nocturnas lloraban, culpándose entre ellas por la ausencia. Compraba todas las empandas que ella freía y se las comía de un solo bocado para demostrarle su amor, aprendió las únicas diez palabras en español que siempre pronunció bien para decirle: “bonita señorita, usted es la flor del desierto, cásese conmigo”, se disfrazó de San Nicolás en pleno Junio para llevarle regalos, cantaba en su ventana los blues adoloridos de Nueva Orleáns y una noche deliró hasta la extenuación de fiebre por haber pasado la tarde entera recitándole a gritos y en inglés los fogosos versos de Walt Witman en la plaza frente a su casa. 

Ella decía que no podía casarse con un gringo regorgallero que comía huevas de iguana como postre, que eructaba como un trueno y que podía tomarse cuatro litros de horchata de una sola vez; pero sus argumentos no aguantaron el caudal escandaloso del amor del gringo quien le suplicó, a través de un intérprete, que remediara su esterilidad congénita y le permitiera ponerle su apellido sajón a la niña.

Las señoritas casaderas de familias de bien no dieron crédito a sus oídos cuando se regó por el pueblo que el gringo se casaba, no con una de ellas,


no con una gringa, sino con una viuda vendedora de empanadas, curvilínea, morena y de ojos verdes, nacida en Santa Lucía.




Se dijo que ella lo había emponzoñado del mal de amor con una pócima revuelta con la horchata, se dijo que la niña era de él y que en un viaje anterior había dejado ese cabo suelto y ahora tenía que recogerlo, se dijo que los ojos verdes de ella funcionaban como maleficio para los gringos grandes, rosados y felices, se dijo que era la niña la que ejercía esa atracción con el poder insondable de su orfandad, se dijeron muchas cosas de las cuales ellos jamás se enteraron porque en la embriaguez del amor bilingüe, compraron una casona de fachada de colores y allí vivieron, dichosos, hasta que el gringo murió de viejo en los brazos de ella, recitando los versos ardientes de Walt Whitman y jurándole amor eterno más allá de todos los tiempos.

Bajo la Túnica Vegetal


Mirem se siente en completa paz en el río. Nunca extrañó el cambio de estaciones, ni el bacalao, inclusive ni siquiera extrañó a su familia, y a pesar de que su acento ibérico sigue intacto, su personalidad se adaptó rápidamente al escándalo y al calor de Choroní. El amor de Sergio ayudó, ese vértigo de felicidad permanente que ni siquiera sus malos pasos han logrado apaciguar.

Shoco se acerca al río sola, su madre y su tía se quedaron en el shabono preparando la yuca para el cazabe mientras ella, escabulléndose de sus miradas y estrenando su adultez recién cumplida, ejerció su primera decisión de mujer fértil y se escapó para darse un baño lento y largo que le apaciguara el calor. Apenas despunta en una adolescencia avispada y rebelde que adorna con arabescos de onoto en su cara. Es una flor feliz.

Carlos y el Chino la miran, nerviosos pero decididos, van a cobrarse los varios millones que Sergio les adeuda por la cocaína que nunca pagó. El Chino, piensa que a pesar de que la van a secuestrar, él podría complacerla en todo, convertirla en su reina, mimarla hasta el hastío. Hipnotizado por su figura delgada, anhela convencerla de irse con él, de abandonar a Sergio, de huir a ese lugar mítico en el cual ella nació y donde nieva a orillas del mar y fuman marihuana delante de los policías.

Mientras se sumerge en el agua, escucha los ruidos de la selva, los monos y su escándalo, las guacamayas que gritan mientras vuelan, los bachacos que marchan, la llovizna eterna que cae. Ella sabe que no debería estar sola, pero sabe también que de ahora en adelante es dueña absoluta de sus decisiones. Justo en ese momento, mientras flota con la panza hacia arriba, los hombres, escondidos en la bruma selvática, deciden abalanzarse sobre ella y llevársela.

Apenas logra ver a las dos figuras que la amenazan con un puñal en el cuello, amarran a Mirem y le cubren la cara con una tela. Forcejea. Sabe que Sergio y su vicio tienen que ver con los rasguños y estrujones que seguramente se convertirían en hematomas. No hay testigos, a plena luz del día ella es raptada y trasladada a empujones a una camioneta que la lleva a un rancho a medio terminar en las afueras de Choroní.

Con las muñecas y los tobillos amarrados y suspendida en una vara, los hombres llevan a Shoco. El shabono de plátano-teri se ha quedado sin mujeres y el de zinc-teri, más débil en fuerzas pero rico en hembras, es un blanco fácil para los guerreros que han vigilado a Shoco durante semanas. El pánico la enmudeció, sólo mira hacia arriba las heridas brillantes que el sol hace en la túnica vegetal de la selva. Escucha que volverán, que raptarán a otras; los hombres se ríen y elevan cantos de victoria mientras ella piensa frenéticamente en cómo escapar. El dolor en las muñecas es insoportable, sabe que sangra y que su familia debe estar alarmada por su ausencia. Sabe también que en poco tiempo comenzará la búsqueda, sabe que no debe hacer ruido ni demostrar insolencia.

Sedienta, vendada y atemorizada, habla, pregunta frenéticamente la razón de su secuestro, ofrece dinero, habla de los euros que guarda en su cuenta española, promete no denunciarlos; con la voz quebrada susurra que tiene la boca seca. Siente el dolor de sus muñecas mallugadas, tiembla sin control y piensa que pronto Sergio llamará al celular que se quedó abandonado en el río, sospechará de su ausencia y empezará a buscarla.

En el tiempo eterno que ha transcurrido, ha urdido varios planes de escapatoria, todos improbables. Está segura de que si grita, la golpearán; así que en silencio trata de identificar a los hombres, de adivinar sus caracteres, de percibir alguna rendija en sus fuerzas que ella pudiera aprovechar para escapar, pero es en vano, los hombres son una masa uniforme de poder que la aleja de su familia y la lleva al infierno de pertenecer a extraños.

Los secuestradores, sobresaltados y eufóricos, susurran entre sí sobre el destino de su botín, tratando que ella no los escuche y los reconozca. Carlos propone cobrarse en la carne blanca de la españolita el dinero, el Chino se niega y argumenta que Sergio los perseguiría hasta matarlos. Ambos acuerdan esperar a que pasen algunas horas mientras deciden qué hacer. Mientras tanto, hace la lista mental de los enemigos de Sergio y se da cuenta de que una enorme cantidad de personas, tanto en Choroní, como en Maracay e incluso fuera del país, tendrían motivos suficientes para querer cobrarle cuentas pendientes. Sergio y sus promesas de amor eterno, Sergio y sus infidelidades obvias, Sergio y su nariz ávida de polvo blanco.

Los hombres están cansados, ella no siente las manos ni los pies. La sueltan bruscamente en el suelo y ellos se echan cerca de ella. Una flecha cae junto a sus manos, Shoco sabe que, en un momento como ese, los hombres van armados con flechas envenenadas con curare para protegerse o cazar. Una luz se hace en su mente, la posibilidad de liberarse, de salir del tormento, de estar en paz. Acerca lentamente sus manos entumecidas a la punta de la flecha, contiene la respiración, recuerda los cuentos en su shabono acerca de robos anteriores, de mujeres que fueron raptadas y nunca volvieron y sabe que ella no podría sobrevivir al sufrimiento de perder a su familia.

Ella se da cuenta de que los dos hombres están ahí porque el susurro se hace cada vez menos disimulado. Comienza a llorar por genuino miedo y como estrategia para ablandarles el corazón. Una puerta se abre y se cierra, ella pregunta si hay alguien ahí, si por piedad podrían aflojarle los amarres de las muñecas, uno de los hombres se le acerca y le dice “cálmate, no te va a pasar nada”, reconoce a el Chino y sabe que en su corazón hay una grieta por la cual ella podrá encontrar piedad. Un manantial de súplicas le sale por la boca, de juramentos de silencio e incluso, una clara indirecta acerca de estar a punto de abandonar a Sergio. El Chino balbucea palabras de tranquilidad - aquí no va a pasar nada, todo está bajo control-. Mirem responde - Chino, sácame de aquí, vente conmigo, aquí nadie nos quiere-.

Con las muñecas libres y viéndolo a los ojos, acepta sus besos, el Chino le pide perdón de rodillas y le propone huir ahora que Carlos está llamando a Sergio para pedirle el rescate, ella lo abraza mientras llora y lentamente baja la mano hasta el bolsillo en el que el Chino siempre guarda su puñal, el cual, minutos después, estará en el suelo, ensangrentado, luego de perforar la garganta de su dueño que agoniza mientras Mirem, sin mirar hacia atrás, huye de Choroní para siempre a acurrucarse debajo de su cama, maldiciendo al Caribe, en la fría ciudad de Vitoria.

La segunda decisión de mujer fértil que Shoco toma es clavar la punta de la flecha en su mano. La penetración del veneno le contrae el cuerpo, pero no emite ningún sonido. Soporta el dolor con la dignidad de quien se hace cargo de su vida. Recuerda a su madre y a su tía decorándole el cuerpo con onoto y carbón, los días de aislamiento cuando la sangre entre sus piernas anunció la noticia de su madurez, y es feliz, en medio de las sacudidas instantáneas que el curare le provoca, al saber que fue ella, y nadie más, quien decidió su destino y que en la mitad de la selva su familia encontrará su cuerpo de valiente mientras en plátano-teri se lamentarán por la pérdida de un tesoro que se malogró en el camino.



La Melaza que Ríe


Para Tati, mi negrura


   
     

     Él veía como el chocolate y ella eran una misma cosa. Lo temperaba en el helado mármol casi como un ritual religioso, moviendo la materia oscura de un lado a otro en compases de 5 x 8. Tenía el cándido descaro de untarse chocolate en el labio inferior para comprobar la temperatura, mientras él sentía que sus rodillas fallaban y su espíritu pedía perdón.

Desde que había llegado la nueva pastelera, él, que era un cocinero metódico, pulcro, previsivo y que prefería confiarse más de la planificación que de la inspiración, se había vuelto torpe, arrítmico, con arrebatos inesperados de fusión panasiática, con impulsos incontrolables de currys y malojillo, con improvisaciones inexcusables de azúcar y zeste de limón al último momento. 

Se apresuraba a llegar temprano para poder inhalar, en su esplendor, el hálito de vainilla y naranja que siempre la acompañaba. Pensaba que hubiera podido hacer postres con solo sumergir en agua sus dedos de caramelo puro. Había perdido el apetito y sólo se le antojaban dulces. La evocaba en el quesillo de principiante que hacía su mamá, en las galletas de jengibre que compraba los domingos, y una vez llegó al extremo de tomarse un vaso de agua con azúcar sólo por sentirla cerca.  

Pasó mucho tiempo antes de que se atreviera a transitar los buenos días de la cordialidad. Un día, a la hora del almuerzo, ella se sentó a su lado. Le dedicó una sonrisa amable y le deseó buen provecho. Él sintió una síncopa en su corazón cuando se dio cuenta de que ella estaba tratando de entablar conversación. Respondía con monosílabos, sudaba una tinta helada y viscosa que le quitaba toda gallardía, pero al menos conservaba en su cara la sonrisa de felicidad irresponsable que se le quedó grabada desde que había sentido el perfume avainillado que precedía su presencia. 

Al día siguiente también comieron juntos. Había preparado algunas frases inteligentes y divertidas que olvidó en el instante en el cual ella le deseó un buen provecho. Ella le ofreció un poco de la mousse de chocolate amargo que había traído desde su casa y él paladeó, al fin, la sazón melosa que provenía de esas manos de cacao. Imaginó en esa cucharada de crema dulce y amarga, todos los besos que jamás le daría, las buenas noticias que sólo él sabría, las risas que ella jamás le regalaría, y se compadeció de sí mismo, de su incapacidad genética para unir azúcar, huevos y harina y producir algo medianamente comestible, y de su imposibilidad de decirle que estaba hecho para que ella viviera en su corazón el resto de su vida de corderos en su jugo y lomitos término medio. 

Un martes, luego de una jornada pálida y corta, se atrevió a entrar en la pastelería y sintió lo que cada cocinero siente cuando ingresa en este espacio de bombones y almíbares: desamparo. La nueva pastelera lo recibió con un saludo cordial y con un “Ven acá… Prueba esto a ver que tal” Pasó una hora entera devorando petit choux rellenos de crema de cardamomo, tartas de ciruela, galletas de romero y azúcar morena, tortitas de queso criollo, panna cottas de azahar y turrones de avellanas. Fue feliz. Percibió en la voz nocturna de la pastelera un tono de complicidad y comprensión que lo animó y en el frenesí del azúcar buscó en el sound track de su infancia alguna frase hermosa que decirle para darle las gracias:
“Eres la melaza que ríe…” dijo; ella de inmediato recordó a su padre quien le cantaba una canción sobre las caras lindas de la gente negra y le regaló una sonrisa profunda y visceral que él agradeció segundos después de haberse arrepentido por su atrevimiento. 

Al día siguiente, él tomó una decisión trascendental. Sólo podría acercarse a ella, con toda la intensidad que emanaba de sus venas, cocinándole. Madrugó y fue al muelle, sabía que los sabores marinos, esos que esconden en el fósforo los ímpetus de sus pasiones, podrían expresar con exactitud lo que sentía. 

Ostras y erizos. 

El vúlvico molusco era perfecto para decirle que su feminidad era como un terremoto cítrico que lo sacudía; los erizos, blandos e intensos por dentro, espinosos y oscuros por fuera, le asegurarían que él conocía su naturaleza de mujer dulce y con temple, de su fuerza y vulnerabilidad. Se esmeró en secreto y produjo tres platos: ostras y erizos con aderezo de limón y aceite de sésamo, crema de erizos al azafrán y ostras en mojito de coco con crujiente de naranja. 

Salió de su cocina triunfante, con el ánimo de un héroe que se sabe protegido por el destino y al asomarse a la pastelería le dijo con una hombría y una seguridad inusitada: “Oye, morena, te invito a probar esto”. La pastelera abandonó los mazapanes que estaba moldeando y lo siguió. Al acercarse percibió el aroma oceánico de las preparaciones y le dijo “Oh… No puedo comer eso… Soy alérgica a los mariscos… Pero… 

Podríamos, al salir, tomarnos un vodka helado con jugo de fresa y vainilla… Yo te lo preparo”. 

Jamás, unas ostras en solitario supieron tan bien, jamás unos erizos tuvieron la capacidad de proporcionar el sabor premonitorio y festivo de la noche más feliz de su vida.  

La Estación del Metro


Usar el metro es una tragedia. Los torniquetes me llegan a la frente, cuando compro los tickets debo saltar para que el vendedor me vea, la gente me pisa en los vagones. Mientras las narices de la mayoría perciben perfumes o en el peor de los casos, alientos, yo debo lidiar con los pestilentes humores humanos que me recuerdan mi destino de célibe, de amorfo, de excepción de la regla.


Tomo el metro todos los días y a pesar de que conozca su dinámica bipolar, siempre espero que ocurra algo, algo que me conmueva: una mujer que me mire con dulzura y me invite a la fiesta de su cuerpo, un niño que me vea a los ojos y me sonría, una moneda en el suelo que me haga pensar en mi buena suerte; pero nada, no pasa nada.

Por eso he decidido tomar mi destino en mis manos, liberarme, hacer de mí un protagonista, un héroe, un caballero andante, gallardo y noble que mata dragones y monstruos, un superhombre que destruye todo lo malo del mundo y lo purifica. Por eso, justo cuando las luces del metro iluminan el túnel oscuro y anuncian su paso por el andén, justo en ese momento, me engrandezco en el gesto magnánimo de traspasar la raya amarilla y acabo, de una vez por todas, con la tragedia de ser un paladín encerrado en ciento diez centímetros de humanidad.